Son 8:00 a.m. en la fría y caótica cuidad de Quito, claro
caótica porque es obvio que todos enloquecemos a esta hora y armamos una
especie de manicomio dentro de la cuidad. La gente sale apurada de sus casas
porque como buenos ecuatorianos estamos tarde para todo, para llegar al
trabajo, para coger bus, para tomar un café, para una cita, a veces estamos
tarde para estar tarde. La lluvia de invierno no aporta al buen humor de las
persona y para variar tenemos un ineficaz sistema vial en la ciudad, lo que nos
pone bastante locos.
Dicen que un hábito de la gente feliz es vivir cerca de sus
trabajos, pero si a una ciudad relativamente grande como Quito le sumamos los
arriendos caros en la zona centro, es un poco difícil cumplir con
ese hábito. Pero lejos de ponerme triste por esa razón, salgo de mi casa a esa hora “pico” con una gran sonrisa, me
dirijo a la estación del Metrobus y aunque veo una inmensa fila de personas
esperando el articulado, no cambio mi ánimo.
Intento ponerme a la cola, pero toda esa gente parece en realidad una masa de sardinas esperando a ser enlatadas. Después de unos 5 minutos de espera, la masa de peces, digo de personas a aumentado junto con la desesperación, mientras la cordura y el tiempo de llegar al trabajo disminuye. Llega el bus y antes de que abra sus puertas mis costillas ya están aplastadas, mis músculos hacen un gran esfuerzo por mantenerme firme, resulta difícil respirar con tan poco espacio y gente aplastándome, mis pulmones no se pueden expandir en su totalidad, escucho gritos de personas angustiadas diciendo “no empuje” pero parecería que el resto gente entendiera todo lo contrario.
Evito pensar que cuando se abra las puertas podría morir
aplasta y hasta asfixiada, sin parecer exagerada, soy de estatura pequeña y
entre tanta multitud es difícil no sentir un poco de pánico. Agarro fuerte mi
bolso, pues siento que hay muchas manos inquietas por debajo. El chófer abre la
puerta y es como que el diablo hubiera abierto las puertas del cielo, mientras
San Pedro se da unas vacaciones. Una gran bola de gente intenta entrar al bus,
pero es tan grande que no se mueve y solo pocos logran escapar e ingresar
rápido. Yo me encuentro en el ojo de huracán, trato de no perder la paciencia
pero manos van y vienen por mi trasero mientras que el conductor del bus hace
sonar el motor para que la gente entre rápido, sonido que por supuesto desespera aún más a las personas, porque si pierden el bus tendrán que esperar al
siguiente y estos no vienen muy seguido. De repente como en un concierto de
rock, un “mosh” improvisado se arma, puñetes, patadas y empujones invaden a la
masa de gente. Mientras yo me dejo llevar, literal, por la turba, recuerdo que
por la misma razón de que soy pequeña puedo ser escurridiza, y aprovecho esta
desventaja para meter por lo pequeños espacios que esa lata de sardinas deja.
Llego al fin a la rampa de la puerta junto con unas 10
personas, me siento tan cerca de lograr entrar pero a la vez rezo para que esa
rampa soporte tanto peso. Con la adrenalina que tengo intento empujar a la gente que le encanta aglomerarse en la
puerta mientras que la parte de atrás del articulado está vacía. El chófer al
fin decide cerrar la puerta, y yo siento un “Kame Hame Ha” de un señor muy
parecido a Goku que intenta ingresar al bus mientras las puertas se cierra,
pero este esta tan lleno que ni que con una “Genkidama” lograría entrar,
entretanto yo agradezco el “pequeño”
empujón puesto que ayudo a que entre al borde la puerta, claro está que cuando
esta se cerró mi cara y cuerpo quedaron tan pegadas al vidrio que parecía un
cliché del caos vehicular, pero la verdad a esa altura poco me importaba, me
sentía una sobreviviente, una guerrera, además ya estaba tarde para llegar al
trabajo, necesitaba ir en ese bus.