jueves, 22 de enero de 2015

Travesía en la estación del Metrobus de Quito

Son 8:00 a.m. en la fría y caótica cuidad de Quito, claro caótica porque es obvio que todos enloquecemos a esta hora y armamos una especie de manicomio dentro de la cuidad. La gente sale apurada de sus casas porque como buenos ecuatorianos estamos tarde para todo, para llegar al trabajo, para coger bus, para tomar un café, para una cita, a veces estamos tarde para estar tarde. La lluvia de invierno no aporta al buen humor de las persona y para variar tenemos un ineficaz sistema vial en la ciudad, lo que nos pone bastante locos.

Dicen que un hábito de la gente feliz es vivir cerca de sus trabajos, pero si a una ciudad relativamente grande como Quito le sumamos los arriendos caros en la zona centro, es un poco difícil cumplir con ese hábito. Pero lejos de ponerme triste por esa razón, salgo de mi casa  a esa hora “pico” con una gran sonrisa, me dirijo a la estación del Metrobus y aunque veo una inmensa fila de personas esperando el articulado, no cambio mi ánimo.

Intento ponerme a la cola, pero toda esa gente parece en realidad una masa de sardinas esperando a ser enlatadas. Después de unos 5 minutos de espera, la masa de peces, digo de personas a aumentado junto con la desesperación, mientras la cordura y el tiempo de llegar al trabajo disminuye. Llega el bus y antes de que abra sus puertas mis costillas ya están aplastadas,  mis músculos hacen un gran esfuerzo por mantenerme firme, resulta difícil respirar con tan poco espacio y gente aplastándome, mis pulmones no se pueden expandir en su totalidad, escucho gritos de personas angustiadas diciendo “no empuje” pero parecería que el resto gente entendiera todo lo contrario.

Evito pensar que cuando se abra las puertas podría morir aplasta y hasta asfixiada, sin parecer exagerada, soy de estatura pequeña y entre tanta multitud es difícil no sentir un poco de pánico. Agarro fuerte mi bolso, pues siento que hay muchas manos inquietas por debajo. El chófer abre la puerta y es como que el diablo hubiera abierto las puertas del cielo, mientras San Pedro se da unas vacaciones. Una gran bola de gente intenta entrar al bus, pero es tan grande que no se mueve y solo pocos logran escapar e ingresar rápido. Yo me encuentro en el ojo de huracán, trato de no perder la paciencia pero manos van y vienen por mi trasero mientras que el conductor del bus hace sonar el motor para que la gente entre rápido, sonido que por supuesto desespera aún más a las personas, porque si pierden el bus tendrán que esperar al siguiente y estos no vienen muy seguido. De repente como en un concierto de rock, un “mosh” improvisado se arma, puñetes, patadas y empujones invaden a la masa de gente. Mientras yo me dejo llevar, literal, por la turba, recuerdo que por la misma razón de que soy pequeña puedo ser escurridiza, y aprovecho esta desventaja para meter por lo pequeños espacios que esa lata de sardinas deja.

Llego al fin a la rampa de la puerta junto con unas 10 personas, me siento tan cerca de lograr entrar pero a la vez rezo para que esa rampa soporte tanto peso. Con la adrenalina que tengo intento empujar  a la gente que le encanta aglomerarse en la puerta mientras que la parte de atrás del articulado está vacía. El chófer al fin decide cerrar la puerta, y yo siento un “Kame Hame Ha” de un señor muy parecido a Goku que intenta ingresar al bus mientras las puertas se cierra, pero este esta tan lleno que ni que con una “Genkidama” lograría entrar, entretanto  yo agradezco el “pequeño” empujón puesto que ayudo a que entre al borde la puerta, claro está que cuando esta se cerró mi cara y cuerpo quedaron tan pegadas al vidrio que parecía un cliché del caos vehicular, pero la verdad a esa altura poco me importaba, me sentía una sobreviviente, una guerrera, además ya estaba tarde para llegar al trabajo, necesitaba ir en ese bus.

Enamorada del invierno

Y es que había esperado tanto la primera lluvia del invierno caer sobre ella, sentir las gotas salpicando sobre su cuerpo, alborotando su cabello.

Si! como anhelaba que lloviera, saltar sobre los charcos de agua, como si la niña en su interior volviera a nacer, le gustaba sentir el frío que no estaba tan malo.

Amaba el invierno, amaba su forma griseasa, y la forma en que desnuda los árboles y obliga a las personas a buscar calor. 

Amaba su blanquecino color que al mirarlo le daba paz y amaba su olor, ese que entra por nariz, invade los poros y hiela el cuerpo; que aroma el que tiene invierno, que delicia la tierra mojada por la lluvia.

Estaba enamorada del invierno, era perfecto para ella, y no entendía porque muchos preferían otras estaciones.

Y es que le parecía tan fácil amar la primavera, amar el verano,  y hasta el otoño podía ser admirado, pero el invierno es incomprendido.

El invierno no sabe que es invierno, no se siente melancólico y disfruta de ser blanco y opaco,
Sabe que los rayos de sol vendrán luego y le gusta amar su momento.

Y ella esperaba tanto el invierno.

 Le gustaba como el color de sus mejillas y nariz se ponían cuando llegaba, amaba vestirse para la ocasión y disfrutaba bailar bajo la lluvia de invierno.


Ella y el invierno se sentían dueños del mundo, ella sabía que para poder ver el arcoíris debía apreciar la lluvia. Y el invierno de vez en cuando dejaba que un rayo sol entrara tan solo para verla dibujar de colores sus días.